Hay quien dice que está acabado. Se nota que no lo vive desde dentro.
En la época de las listas de 20 Minutos y el turismo cultural global, Eurovisión presume de una inacabable juventud encabezada por los llamados eurofans, verdadera sangre de un festival que cumple ya 60 años y cuenta este año con la participación de 40 países, contando a la invitada Australia.
Puro entretenimiento audiovisual
Eurovisión es, lo primero, un espectáculo audiovisual. Reducirlo a una competición musical internacional restringiría bastante su realidad.
Estamos ante un show televisivo bien medido, con toda una semana de programación, dos semifinales de 15 canciones, ruedas de prensa, actuaciones de estrellas invitadas, homenajes al pasado del festival y, por supuesto, humor y alusiones al turismo del país anfitrión.
Decir que su calidad ha disminuido es poco menos que escupir a la evidencia. La calidad de los cantantes, fomentada por las numerosas preselecciones o las elecciones por parte de expertos ha elevado sin discusión la calidad media de las interpretaciones hasta alcanzar su máximo en un 2012 para la historia del festival. De la mejora en la capacidad de su acústica y grabación ni hablamos. La cantidad de recursos de realización está tan perfectamente milimetrada para que el espectáculo en directo alcanza el nivel de trabajos con semanas de posproducción.
Lo de los escenarios ya es de tema aparte. Si bien Viena ha defraudado este 2015 con lo que para los creadores de los de los últimos años debe ser una vergüenza, en apenas diez años Eurovisión se ha convertido en un reflejo de los tremendos avances en logística de espectáculos en los últimos tiempos. Diría que tardaremos en olvidar obras maestras como el del Baku Crystal Hall, pero es que visto lo visto, habiendo presupuesto, el límite va a acabar siendo la imaginación. Nieve, fuentes, pistas de patinaje sobre hielo, farolillos voladores tailandeses… lo de los últimos años ha sido de escándalo.
Un negocio de nuestro tiempo

El Baku Crystal Hall constituye el eje de la mayor inversión hasta la fecha en un festival de Eurovisión: más de 100 millones de euros en 2012.
Año tras año siempre nos encontramos con el perfecto entendido que nos viene diciendo que nuestro país nunca gana porque no lleva gente para ganar, ya que la realización del festival es carísima. Los datos económicos lo dejan, como mínimo, en evidencia.
Cifras turísticas al alcance de pocos eventos en el mundo, más de medio millar de puestos de trabajo eventuales y unas cifras de inversión publicitaria apabullantes callan cualquier retazo de sabiduría inculta. Según el Institute Advanced Studies de Viena, la ciudad acogerá 27,8 millones de euros por 11 millones invertidos por el ayuntamiento.
Por otro lado, por supuesto, súmense los ingresos de las televisiones y medios comunicadores del evento, los transportes a la ciudad y el posterior eco de sus numerosas referencias turísticas entre canciones.
El turismo de eventos musicales vive una época dorada abanderada por festivales como Tomorrowland, Rock In Rio o el Ultra. Los fieles eurofans no pierden su oportunidad de dar coba al momento con su anual peregrinaje a su meca.
El programa que “nadie ve”

Loreen y Euphoria se erigieron como ganadoras y fenómenos de masas en 2012, en la considerada mejor edición de Eurovisión de los últimos tiempos
Prácticamente ya marcado como un festival friki que todos dicen no ver, llama la atención la realidad social y en las redes que nos deja. «Nadie» lo ve, pero todos tienen opinión.
Sin rival, #Eurovisión2015 abusó como TT en la primera semifinal de este año, aun con solo un 5 por ciento de audiencia en España. Parece evidente lo que va a pasar en la final. El pasado año, 195 millones de personas siguieron el festival en todo el mundo.
Así pues, es imposible no encontrarse la canción representante sonando a lo largo de la semana, ni al “entendido” del domingo, diciendo que la ganadora lo es por política. Da igual que seas de Valencia, de Riga o de Mikonos: allí estará.
Es lo que tiene uno de los mayores espectáculos mainstream del mundo: que —como reza su eslogan este año— «construye puentes» entre civilizaciones. Durante sus tres horas, existe Europa.