Secuelas de San Valentín

Tras un mes sin publicar, me encuentro con que el día de ayer se convertía en uno de los 3 con más visitas de la historia de este blog. ¿Una aparición en la prensa como joven promesa a seguir? ¿Un compartir por parte de una amiga twitstar? ¿Cameo en el último vídeo de Ratolina? Qué va: como de costumbre, Por qué me gusta San Valentín.

El segundo aniversario del post, como el primero, ha vuelto a reunir a un llamativo número de personas. Y sí, podemos aludirlo a un buen posicionamiento web o a una supuesta falta de competencia del título, pero sin duda hay gente que quiere leer que a alguien le gusta San Valentín. Sin más.

¿Soy una persona sacada de una peli romántica de Antena 3 a las 6 y media de la tarde de un domingo? No. ¿Quizás un novio empalagoso que cuelga fotos con su churri al grito metafórico de Te amo por cada catorce de febrero? Antes me deja. ¿Se trata entonces de un pasado trágico con Romeos y Julietas que se congelan en el Atlántico incapaces de subirse a una tabla a la deriva? Me da que ese pasado no es el de hace dos años.

Simplemente creo que mucha gente necesita que alguien le diga que no todo es un asco. Que busca en la inmensidad de internet una sonrisa ante este tema en particular y solo es capaz de encontrar este pequeño blog en medio del océano de críticas más populares.

¿Cómo podemos estar tan amargados? Hasta ahora, nunca he seguido a mansalva para poder crecer, no he publicado cada aspecto de mi vida para estar siempre presente, ni he comentado a todo el mundo para publicitar el blog algo. ¿Qué me da que pensar entonces que mi post no se pierda en el recuerdo? Que hablar de San Valentín es solo amargura para quien no es un empalagoso de la vida.

Pensemos qué estamos haciendo. Puede que el amor y el odio vendan más que cualquier punto en medio, pero tal y como muchos detractores dicen que es solo una mentira comercial, y muchos provalentinos que hay que querer cada día del año, tengamos en cuenta que hay quien simplemente quiere saber que hay a quien le gustan las pequeñas cosas sin tener por qué cebarlas de corazones o matarlas a palos.

Un poquito de naturalidad. No hay que ir siempre con el escudo en alto o el cartel de «regalo abrazos». Solo se busca un poquito de naturalidad.

Perdona si te llamo amor (como a todo lo demás)

Siempre he creído en la idea de que el lenguaje construye, amplía y reduce realidad. Eso para lo que son típico ejemplo esos pueblos helados que le han dado nombre a una extensa variedad de tipos de blanco o nieves (según la historia) capacitándolos para una diferenciación clara entre diferentes condiciones para nosotros iguales.

Se supone que las sociedades van evolucionando su lenguaje según las circunstancias de su realidad. Así como que, a más cultura, más variedad de vocabulario y capacidad de definición de fenómenos.

Sin embargo, la sociedad no solo avanza en la diferenciación de términos, sino que en muchos casos pasa a reducir o hacer desaparecer realidades por puro desuso o comodidad.

Como es obvio, en ciertas situaciones esto tiene sentido: de poco le vale a un contable barcelonés la diferencia entre un pilum y una lanza si no tiene aficiones relacionadas. No obstante, curiosidades como la que me encontraba el otro día en la conocida cuenta Pictoline no hacen menos que llamarme la atención:

pictoline amor

Fuente: Twitter de Pictoline

Seré sincero: en su momento ni siquiera llegué a leérmela entera. Mi mente ya estaba con la cabeza en el «¡La leche! ¡Pero cómo no se ha aprovechado esto para las nuevas lenguas!». Viendo las definiciones, creo que todos identificamos con bastante claridad a qué se refiere cada término; sin embargo, todo lo enmarcamos en una palabra tan generalista y subjetiva como lo es amor y nos peleamos por la clasificación de cuál es el mejor, el verdadero, el más poderoso y demás familia.

¿Realmente hablamos de la misma realidad cuando tratamos de comparar aquel por una pareja con uno por una afición? Cuesta creerlo. Y sí: sé que alguno estará pensando en el valor de la polisemia en estos casos; que si hubiese palabras para todo, mal iríamos. Lo que yo encuentro es que si hemos conservado sinónimos totales para palabras como alfabeto (abecedario) o danza (baile), bien podríamos haber dejado espacio en el idioma a palabras que de verdad aportan algo y que vienen de idiomas del que hemos sacado el propio material, como la ya citada palabra alfabeto.

No es que el amor sea el único término con el que podamos trabajar el que esto suceda: lo que ocurre es que es de manual. Extraído directamente del WordReference tenemos los siguientes sinónimos de amor (o palabras por el estilo, más bien): cariño, afecto, apego, ternura, pasión, adoración, afición, predilección, querer. Si se piensa, todos son subjetivos y ninguna combinación de ellos nos ayuda mucho en el intento de dar forma al amor de una madre frente al amor por nuestro novio.

Mientras tanto, la web de Leroy Merlin nos ofrece hasta 10 tipos de diferentes productos dentro en su subsección Casquillos:

Casquillos Leroy Merlin

No me entendáis mal: todo mi apoyo a la diferenciación terminológica entre una caja estanca y una portalámpara. Lo que trato de hallar es por qué, si para lo técnico hemos sido capaces de evolucionar a nivel tal como para diferenciar casquillos, se ha dado en denominar con la misma palabra clave el amor platónico, el amor de pareja, el amor de madre, el amor por los animales o el amor por la bandera de un país.

Si el desprecio y el asco tienen sus propias palabras para reconocerse, ¿por qué dos verdades tan distintas como pueden ser el amor imposible o el amor por los colores de tu equipo no son capaces de diferenciarse más que por los complementos en la época en la que el salir a correr cambia de footing, a jogging y a running cada tres años?

Yo sé que no es fácil hallar término nuevo para cada uno y generalizarlo. Sé que platofilia o equipofilia no son los palabros más hermosos de este mundo. Que la filifilia no representa que el amor de tu madre por ti es lo más grande. Pero sí deberíamos pensar en que, en ciertos campos, hay un daño, ya que —aunque la mayoría tengamos muy claras las diferencias— tal y como vale para crear, destruir o alterar realidad, el lenguaje también sirve para generar ciertos comportamientos en las mentes que conectan inconscientemente esos términos.

Es mucho más fácil sentir apego por un entretenimiento cuando te convencen de que sientes amor por él. Es mucho más fácil comer hamburguesas cuando you’re loving it. O que te vuelvas loco por comprar entradas para un cantante cuando «lo amas».

No creo que cada uno de estos ejemplos sea el más adecuado, pero sí capto el puente hacia lo que la parte de atrás de mi cabeza me deja entrever. Es mucho más fácil explicar que adores a un dios si te dicen que debes sentir por él lo mismo que por tus padres y la gente que quieres. Es fácil hacer que no puedas entender correalidades como un amor platónico, uno físico y otro de compañero de vida si encierras bajo el mismo término los tres y te dicen que solo puedes tener uno.

¿Veis por dónde voy?

Podemos tener mil términos para lo específico, pero que ya no existan palabras específicas para realidades claramente distintas y de componente universal es, cuanto menos, llamativo.

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¿Se te ocurre alguna palabra cuya falta de sinónimos o variedad de uso no te deja dormir? ¿Estás harto de verte en un brete cuando te preguntan si quieres más a tu marido o a tu equipo de fútbol? Comparte, comenta y, cómo no, mencióname con el @osgonso si lo haces, que siempre es bonito.

Por qué me gusta San Valentín

Es de sobra sabido que San Valentín es una especie de referente de la muestra de amor forzosa y el impuesto gusto por la fotografía de pareja en red social. Una seudofestividad con claros tintes comerciales y todo ese rollo. Un burdo intento de generar sentimiento de soledad en los solteros. Una excusa deleznable para que madres manden cadenas de WhatsApp sobre el amor y la amistad.

En resumen, es de sobra sabido que San Valentín es una efeméride criticable a más no poder.

A mí, sin embargo, me encanta.

¿La novia y el polvo de rigor? La realidad es que no solo me encuentro a cien kilómetros de la churri, sino que me lleva gustando mucho tiempo pese a ser la primera vez en veintitantos años que tengo pareja en catorce de febrero.

¿Será por la omnipresencia de mi amada música romántica? Lo más romántico que voy a tener tiempo de escuchar hoy va a ser el himno de la Champions.

¿Me gusta por ser un empalagoso? Mi corazón ya solo trabaja de martes a jueves, y aun así casi vomita ante el doodle de San Valentín. Querer, quiero mucho; sentir, siento otro tanto; pero sí que tengo la sensación de que, en algún momento, me han quitado el azúcar a puro dolor. Tal vez me lo haya hecho solo. Solo sé que estoy empapado de charcos ahora más dulces que nunca.

Entonces, ¿cómo es posible que me guste San Valentín? A mí, que tengo hipocresía y crítica social entre mis etiquetas con más posts, ¿cómo puede gustarme esta salsa rosa contaminada, mar de corazones de plástico, latifundio de gruñidos de solteros que no quieren serlo?

Pues San Valentín me gusta porque, de pronto, se siente.

Me gusta porque me recuerda que, en este mundo sórdido y de tener que mantener los sentimientos callados, se puede decir que se quiere y se ama.

Me gusta porque no me trae de vuelta las penas de los fracasos, sino la ilusión de todas aquellas veces de latir amor juvenil y sincero.

Me gusta porque, en los gestos y miradas de las parejas forzadas a demostrarse algo en persona, veo aflorar recuerdos de aquellas veces en que se quisieron con ganas, ahora tal vez muertos, pero no del todo enterrados.

Y también me gusta porque gusta y no gusta.

Me gusta porque ilusiona y mata, da odio y sana, quema y extasía. Me gusta porque, año tras año, revuelve, para mal y para bien. Porque todo un mundo de gente que siente que ha conseguido no sentir parece sentir algo, bueno o malo, por él.

Sí, me gusta San Valentín. Me gusta, lo siento: me gusta porque siento, y sienten, y sentimos y no lo sentimos. En San Valentín no sentimos que no nos guste sentir, ni sentimos sentir. Simplemente lo hacemos: sentimos, sentimos y seguimos sintiendo.

Y ahí, al pie de este arcoíris de nostalgia, asco, desprecio, envidia, dolor y —cómo no— amor, yo sonrío.

Porque el amor correspondido y el de foto pueden ser o no bonitos. Pero ver a todo un mundo sentir es maravilloso.