2021 y nada

Decía en 2020 que se iba, y 2021 esperaba. Supongo que esto es 2021. 2021 y nada.

No ha sido un mal año para quien escribe. Lo sé porque no lo recuerdo. Supongo que eso es malo, pero no lo hace tal; supongo que debería acordarme, pero no lo hago. No. Pese estar aún pisándolo con las piernas sin heridas, ni cicatrices, ni resto de barro seco.

Lo empecé mal. Sí, lo recuerdo. Recuerdo dormir mucho, hablar poco, dormir más. No toqué fondo. Lo sé porque mi fondo lo encontré hace años, y no: no creo que vuelva a semejante profundidad abisal en mi vida. Pero, reconozco, estuvo la cosa complicada. Me hubiese gustado el apoyo ajeno al de mis dos casas, pero ya se sabe: a quien mucho apoya, a quien rebosa confianza, a quien siempre está parece que nunca le hace falta. La hizo y no se estuvo. Ahora, ya está.

Sé que salí pronto, marzo tal vez. Pero lo sé porque estoy fuera más que por tener en mente la escalera o el brazo que me sujetó la muñeca y tiró de mí. Sé que fuera fui feliz: como para no serlo, con la gente que a mi lado camina (os quiero, sois geniales, solo puedo dar gracias por teneros). Vi lugares preciosos, caminé por cientos de verdes y encontré paisajes hermosos sin necesidad de lanzar la vista mucho más allá. A veces, la conversación vuelve a ello y yo sé de lo que se me está hablando, y sonrío, y qué bien que lo hemos pasado. Me fastidia no poder traerla por mí mismo.

¿Será que el constante estímulo me ha vuelto incapaz de retenerlo? Porque no creo que tanta diversión y alegría sea como para tropezar así en su traída de vuelta. Y, sin embargo, pienso en las cosas que me pasaron y la mitad son del año anterior. No entiendo qué ocurre. Supongo que entiendo cada vez menos, y eso es algo que no entiendo.

Quizás por ello, veo al 2022 llegar, ya esta noche, y (sin hacerlo bajo la lente de los propósitos de año nuevo) pienso que no puede ser que la siguiente publicación se llame como él y no diga más que olvidos. He de recordarme. He de escribir. He de leer, ver, viajar, jugar, ganar, hacer cosas nuevas. Como este año lo he hecho, pero volviendo a tenerme en mente. He de volver a tener algo que decir que soy, porque no se puede ser menos que lo que a día de hoy puedo decir de mí, que tanto me he dado y ahora no sé si lo hago.

2021 se va. Sin pena, ni gloria, lo veo marcharse.

2022 ya viene. Espero que llegue para quedarse en mí.

Destino de creación

Hoy os traigo un post extraño por varias razones.

En primer lugar, porque llega sin razón aparente. Llevo tiempo sin subir nada, por estar aprovechando el tiempo libre que ofrece la época del COVID para escribir novela. He tenido el placer de revisar y completar la más antigua que tengo, diez años después de haberla escrito, así como de haber empezado su merecida precuela, en la que ahora estoy envuelto.

Creo que las sensaciones del corona nos invitan a estar más envueltos en nosotros en lo mental, a rebuscar dentro y encontrar viejas glorias de nuestra mente; en ello me he perdido este tiempo. He ahí otra razón por la que es extraño el post, ya que este va a ir dedicado a una parte profunda de mí, del sentido que mi vida ha tenido durante todos estos años y del miedo a lo que el futuro me traiga.

Es un texto muy personal, que espero os aporte como vivencia curiosa e inquietante más que como realidad, así como que a mí me sirva de boya una vez el olvido todo lo inunde.

La creación de realidad

No son pocas las ocasiones en que me encuentro con una pregunta muy típica en nuestra sociedad cuando de conceptos trascendentales y existenciales se habla: ¿qué sentido tiene tu vida?

Yo no soy ni mucho menos un gurú instructor: siempre he sido de la idea de que la libertad en las creencias de este tipo, el derecho a cambiar de ellas a lo largo de la vida y la falta de presiones a la hora de saberlo o elegirlo son básicas para una persona sana. En mi caso, mi cabeza lo tiene clarísimo: mi sentido en este mundo es creación de realidad.

Muchos creen que la creación de realidad hace referencia a la creación de no ficción. Yo diría que eso es de una especificidad máxima: vivir es, en sí, crear realidad.

Las historias son realidad creada, sí, pero ni mucho menos la única. Las experiencias son realidad creada. La deformación de recuerdos es realidad creada. El arte en general, por supuesto, es realidad creada. Lo mismo que los sueños, aunque se olviden nada más despertar. Al igual que los futuros imaginados, pese a que pueda que nunca acaben llegando.

En la parte posterior de mi cabeza —como una conciencia educada y con cierta ilusión— están siempre esas ganas de crear realidad casi que como modo de vida. Y claro que, como el párrafo anterior muestra, yo siento que no es necesario buscarlo para hacerlo. Que en la monotonía o la repetición se crea de igual modo. Sin embargo, mi ser se enriquece cuando la creación es de algo nuevo.

Es por eso que adoro dos partes de mi ser que han tenido presencia durante toda mi existencia. Una son las historias. Y la otra son los sueños.

Las historias como creación de realidad

En el pasado, odiaba la no ficción. Por el hecho de que repetir algo ya vivido me era tiempo perdido para crear nuevos mundos. A día de hoy, y como intuiréis por lo de arriba, he llegado a la conclusión de que lo que el relato deforma la realidad es suficiente como para que la creada con las obras históricas sea nueva, diferente y nunca repetida. Sin embargo, yo es que adoro la nueva producción.

Habré escrito unos doscientos o trescientos relatos a lo largo de mi trayectoria, entre cortos, micro y novela. Pese a mi amor por la intriga y lo inquietante, los hay de todos los colores, desde la crítica social al terror gótico, de la comedia costumbrista a la tragedia romántica. Encontrar un hilo con el que publicar una colección es una labor desagradecida, más allá de los relatos clásicos en torno a la ciudad eje de mi obra.

Hay quien me mira mal en este aspecto. Quien dice «¿a qué editorial vas tú, cuando saben que la mitad de lo que escribes va por un camino totalmente diferente al de la obra que presentas?». Y yo pienso: «No hago esto por publicar: lo hago por escribir, por seguir creando realidad a través de las historias

Que publique, venda o gane algo con ello solo tiene como objetivo el que pueda tener más tiempo para crear más y más. Si algún día llega, estaré preparado y seré todo lo reputado que mi nivel me permita frente a las necesidades de ser un influencer para poder vivir un mínimo de ello. A día de hoy no lo soy, ni creo que lo vaya a ser mientras mi interés en las redes sociales sea el de entretenerme y mis interacciones en ellas se reduzcan a aquellas con mis amigos de menos de mil seguidores, pero que me hacen vivir más de diez mil buenos momentos cada año. Quizás algún día pueda compaginar ambos grupos, pero ese será otro Osgonso. De momento, vivo siendo este que tan feliz me hace, por poder siendo él crear y crear historias, en el papel, en el coche, paseando por la ciudad o sentado en el sofá.

Así como sobre la almohada.

Los sueños como creación de realidad

Tal y como lo es escribir, soñar es de las cosas que más feliz me hacen en esta vida. Me siento un auténtico afortunado en este aspecto.

Creo que los sueños son una de las mayores muestras de creatividad del ser humano. Durante mucho tiempo, se me ha dicho que conforme vas creciendo sueñas menos, pero creo que eso se debe precisamente al abandonar el lado soñador de la vida: a caer en el hastío de lo tangible y lo obligado, dejando atrás el que la mente se invente sus propias estupideces. Quizás por ser tan estúpido como soy en tantas cosas, no dejo de soñar por mucho que crezca. Y sueño cosas geniales.

Uno de los límites que, para mí, presenta el escribir en cuanto a creación de realidad es la coherencia. La realidad es concebida habitualmente como un puzle de hechos objetivos, cuando el hecho de que existan la imaginación, la subjetividad y demás es una verdadera grieta entre las piezas. Yo adoro caerme entre esos estrechos espacios, y si bien los relatos me permiten jugar con circunstancias que escapan a la realidad común humana, siempre me veo presa de un realismo interno voraz, que me obliga a no salirme de ciertos límites, en los que yo (lo reconozco) no me quejo por estar confinado. Sin embargo, ¡ay, los sueños!

Los sueños son una auténtica maravilla para mi manera de sentir la vida como creación de realidad. Permiten vivir cosas que no se pueden explicar en palabras. Pero no cosas que son emociones, como el amor y demás familia, sino hechos. Soñando, ocurren realidades que no son encajables en término de relato coherente. Y, recordemos, es comúnmente aceptado que la realidad es lo que se puede transcribir en palabras.

¿Entonces qué son esos sueños en los que despiertas contento por lo ocurrido, teniendo claro lo que ha pasado y has sentido, pero te ves incapaz de relatar, no por olvido, sino por imposibilidad de encajar en frases? Pues el ir más allá de lo real establecido. Es decir, la creación de nueva realidad.

¿Cómo no voy a amar soñar? ¿Cómo no voy a amarlo tanto? ¿Cómo no voy a sentirme vivo cuando me dejo resbalar una y otra vez sobre la locura necesaria para caer rendido al sueño, a ese pensamiento que se diluye y se vuelve incoherente para que podamos perder la consciencia?

¿Cómo, a pesar del miedo que me transmita saber a dónde me puede llevar ello?

Os dije que el post era extraño por varias razones. No todas iban a estar en la introducción.

La demencia como creación de realidad

Tengo mucho miedo al Alzheimer. Muchísimo. Por mi casa ha pasado una persona con él y ha devastado a mi familia en su momento.

Me ha hecho amar la posibilidad del suicidio previo. Me ha hecho abogar por la eutanasia previamente pactada con todo mi ser. Y lo veo tanto mi destino que me muero de miedo de pensarlo.

Me da pavor las sensaciones que transmite en cuanto a todo lo que he explicado en los dos anteriores puntos. La sensación de que ese olvido constante en plena vida, de que ese maldito divagar inquebrantable y creador de incoherencias se asemeja demasiado al de antes de mi sueño, y de mis historias. Y me aterra que así sea.

No quiero acabar en ello. Me da pavor —como cualquier tipo de locura o demencia— por el monstruo que es. Y he ahí que encuentro algo inquietante según mi visión del mundo previa: la sensación de que hay algo que une el crear realidad a través de las historias y los sueños con esa enfermedad malvada.

La juventud construimos las historias. Vivimos más o menos intensamente y creamos con más y menos fuerza nuestros destinos. Una vez nos faltan las fuerzas para hacer mucho, las contamos, vueltos ancianos que se pierden en las batallitas, repitiéndolas más y más sin recordar haberlo hecho apenas tiempo antes. Y, finalmente, están estas personas, que día a día ven cosas que no son, imaginan sin detenerse y, cómo no, vuelan de la coherencia. La dejan atrás sin necesidad de sueño, perdidos y desconectados de aquellos que los acompañan. Y, obviamente, crean.

Para el olvido, supongo. Para quién sabe dónde. Pero en los términos que arriba he expuesto, tienen que crear.

Destino de creación

No soy muy de destinos, no al menos de los que no se pueden trabajar, y es por eso que —aunque la vida me llame a hacerlo— me negaré a ir hacia ese mar oscuro que tan bien encaja con el sentido que para mí tiene mi vida.

Es por ello que no pienso dejar de crear. No dejaré de hacerlo para evitar que pueda llevarme a sus brazos y forzarme a ello cuando ya no pueda hacerlo a ese nivel de otro modo. Pienso escribir mucho. Pienso soñar un montón. Y pienso seguir creando pequeñas realidades, repetidas, caídas, recordadas y vividas, una y otra vez, todo el tiempo que pueda.

Al fin y al cabo, para eso vivo. Para eso soy. Con o sin destino de creación.

Paradojas del arte y entretenimiento actuales (II): ser único, idolatría e incorrección

En la primera parte, analizábamos tres paradójicos factores de la realidad artística y de contenidos actual.

El cómo, a más producción, más se está centralizando el consumo. El cómo, a más aparente tiempo libre, peor vamos de él. Y el cómo se exige más intemporalidad y calidad a la vez que el que todo se comprima hasta hacerlo olvidable.

Hoy trataremos tres temas igualmente curiosos, y también muy relacionados con el comportamiento social y su efecto en los principios del buen arte.

Ser único y ver lo que todos ven

patitos siguen a madre pata en fila

Este es perfectamente extrapolable a otros campos; sin embargo, en el entretenimiento y el consumo de arte está omnipresente.

La ultrapersonalización del contenido que comentábamos en el anterior post ha derivado en la creencia generalizada de un consumo superespecializado e identitario. Uno que nos diferencia hasta límites insospechados de todos cuantos nos rodea.

Ya hay que ser ridículos para creer eso.

El catálogo de las Netflix, HBO y compañía será todo lo infinitamente variado (no) que uno quiera pensar, pero está claro que los consumos se parecen entre ellos una burrada.

La exploración está condicionadísima por las propias plataformas, las puntuaciones de webs especializadas y los grupos de influencia (webs, cuentas de Instagram y Twitter, amigos) que nos invitan a ver ciertas cosas. De hecho, no haber consumido ciertos contenidos es de lo más criticado por los mismos que defienden ser unos contracorriente, cuando precisamente eso demuestra que ven lo que muchísimos otros. Y lo peor es que la aparente libertad que se respiraba en campos no tan de moda, como lo literario o lo pictórico, está reduciéndose a lo mismo.

A veces, da la sensación de que —llegado un punto— la definición de ser único en el arte va a acabar siendo ser alguien que integra muchas cosas siendo considerado un paleto por gente que se cree única.

Tragar contenidos a velocidad aumentada como si fuesen patatas de bolsa no hace ser artísticamente único a nadie: en la actualidad, ser único es lo que todos hacen.

No tener ídolos en plena idolatría

youtubers españoles gala 10

Otro hecho empedrable, si se me permite la referencia, es que en la actualidad se rehúye la conciencia de tener ídolos.

Hay un cierto desapego hacia aquellos personajes de entretenimiento que consumimos, como los influencers y los youtubers. Es como que no son considerados como relevantes a la hora de tener una opinión artística propia, sino más bien personas más o menos simpáticas que comentan cosas de nuestro entorno que nos gustan e interesan. Hecho sorprendente si tenemos en cuenta que, con respecto a lo que antiguamente era considerado un ídolo de pensamiento, la idolatría es mayor que nunca.

Los antiguos modelos a seguir (cantantes, artistas varios) podían aparecer en una revista o estar colgados en las paredes de los cuartos de nuestros padres adolescentes, viciados a ver vídeos y escuchar cintas con sus canciones una y otra vez; sin embargo, el contenido y —sobre todo—la opinión era muchísimo menor. En la actualidad, estamos consumiendo opinión de quienes no consideramos ídolos en cantidades típicas de odiada disciplina religiosa.

Es cierto que la frecuencia puede variar y que nuestro pensamiento puede resultar de la combinación de varios, según nuestros gustos. Pero es que gran parte de nuestro consumo, aficiones y pensamientos con respecto a un tema van en la línea de lo que nos provocan una serie de personas a las que seguimos pasiva y activamente en las redes y la web. Por ello las elegimos.

Como comentábamos en la parte I, el consumo de contenido está muy concentrado en unos pocos productores, que incluso consumimos antes de dormir en lugar de escuchar qué nos cuenta la almohada. Que nos afecte más o menos es otra cosa: ahí es cuando el pensamiento crítico y el juicio que tanto decimos tener tiene que demostrarse.

Lo que no se puede negar es que el taladro mental de un puñado de voces nos llega mucho más de lo que a nuestros criticados antepasados idólatras les llegaban desde los pósters sobre la cama.

Defender la incorrección mientras la atizan

"Ridiculizar la filosofía es ser un auténtico filósofo" Blaise Pascal

En el pasado, el concepto de arte tenía una conexión con la libertad de expresión casi que imprescindible. No me refiero a los creadores, aunque de rebote pueda tocarles: me refiero a la obra.

La separación obra y autor es una base importantísima para que la creación de obras artísticas se produzca sin corsés: en un arte sano y puro, las piezas deben tener la libertad de ser lo que tienen que ser sin tener que recortarles partes por la opinión del público o incluir otras nuevas para satisfacer a las masas. Esa opinión llega después, y debería llegar hacia la obra y no hacia quien la crea. Esto es básico para cualquier persona educada de cualquier tipo de disciplina artística.

Las sociedades actuales han tirado esa premisa a un contenedor y lo han lanzado por una cuesta abajo hacia el mar.

No solo estamos viviendo un momento en el que los productos artísticos son juzgados como personas y no como obras, sino que muchos de los autores trabajan con el miedo a un posible linchamiento social que acabe con sus carreras por pura presión mediática.

Escuchaba hace poco comentar a alguien del mundo cultural que Scorsese era un desgraciado por no introducir en El irlandés más papeles femeninos, cuando es de sobra conocido que el mundo del crimen organizado al que la película hace referencia era marcadamente masculino (y machista). Obviamente, si el guionista tiene que ser fiel a la realidad histórica, no puede romper el realismo con tintes de actualidad: el pasado ocurrió de un determinado modo, y si precisamente nos esforzamos por la igualdad de género en nuestra época es porque aquello era muy distinto. Un artista de verdad no puede introducir su obra en un molde de aceptación social, llenándola de caramelos para el público susceptible como si este tuviese una media de diez años.

Sin embargo, los que buscan la censura de ciertas verdades repugnantes son los mismos que luego hablan de visibilizar a través de lo polémico y de que hay que romper con las cadenas que someten a la libertad de creación, levantándose contra cualquier tipo de censura artística.

Vale: puede que esto no sea paradoja, sino hipocresía, búsqueda de aceptación social o simple falta de inteligencia. Lo que está claro es que esta gente no va a recibir consideraciones de tales cosa por parte de muchos de los que, secundariamente, se ven afectados por ello en la sombra de su creación condicionada: saben que las cadenas de pensamiento lo son según si el pensamiento conviene a unos cuantos. Y que sus obras son presas de ello si quieren seguir pudiendo vivir de ellas.

El arte seguirá siendo arte mientras pueda seguir siendo libre para todo tipo de ideas. Buenas y malas. Odiosas y admirables. Bellas y feísimas. De no poder serlo, no será arte, sino simple y sesgado entretenimiento.

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¿Piensas que el arte debe tener fronteras? ¿Debería la censura de pensamiento estar permitida para erradicar lo que muchos creen intolerable? ¿El creernos únicos nos vuelve más fuertes?

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