Literatura de recuerdo y literatura de creación

Los pasados 2 y 3 de abril, tuve el placer de acudir a Bellvei, Cataluña, para disfrutar de la VI Jornada Bellvei Negre en calidad de finalista de su premio literario de novela negra. La experiencia ha sido maravillosa por el increíble trato humano de los organizadores, jurado, resto de finalistas y demás presentes, pero también por haberme permitido sacar algunas conclusiones de lo más interesantes para mi vida literaria. Una de ellas capitalizará este post y es una distinción que considero básica, pero no quizás por ello demasiado trabajada: la diferencia entre lo que yo llamo literatura de recuerdo y literatura de creación.

Literatura de recuerdo

Me decía Ramón Valls, magnífico anfitrión y líder de la gala sin derecho a voto en el concurso, que él sentía predilección por esa literatura que le traía entornos cercanos, así como que considera que los escritores tenemos un cierto compromiso con el preservar las culturas que nos rodean y el tiempo se come poco a poco.

Comentaremos más abajo la clara réplica, pero sí es cierto que la literatura es un importante vehículo de cara a la permanencia de ciertas realidades para muchas personas. Por supuesto, quienes se dedican a la Historia son los principales responsables de la subsistencia de la cultura que se va perdiendo, pero sí es interesante el cómo las novelas y relatos ayudan a preservar pasados. Al fin y al cabo, las historias llevan desde aquello de la tradición oral siendo un mecanismo de conservación de la memoria histórica.

Lógicamente, el pasado y las narraciones nunca van a ser idénticas. Por muy pegada a la realidad pasada que busquemos una historia de este tipo, en los datos y el recuerdo de quien escribe siempre va a haber ese componente subjetivo que la memoria impone a través de idealizaciones, falta de contexto e imposibilidad de captar cada pequeña condición en la estampa recordada, al que se suma lo que se pierde entre las palabras.  Sin embargo, está claro que hay cierta literatura (de no ficción, pero también de ficción) que basa su fuerza en una contextualización histórica fortísima que le dota de cierta solidez en la mente de su lector tipo. A esto he venido a llamar durante estas semanas literatura de recuerdo o de contexto histórico.

Literatura de creación

Obviamente, la literatura de recuerdo crea. Sería absurdo considerar que géneros como la novela histórica o cualquier literatura ubicada en un contexto pasado o presente con solidez no tengan un componente creador, cuando incluso por mucho que intentemos reflejar una realidad se cuelan elementos nunca existidos, como decíamos hace un par de párrafos.

Sin embargo, es nítida la diferencia con las obras que he venido a denominar como literatura de creación. Esta rama abarcaría toda aquella literatura con marcada falta de importancia del contexto histórico real.

Claro está que, salvo complicadas excepciones, toda novela tiene contexto. Que podamos catalogarlo como más o menos presente en ella, más o menos relevante para el desarrollo de sus acontecimientos o más o menos cercana a la histórica no implica que no exista, pero los personajes se mueven en realidades con unas posibilidades condicionadas por lo que les rodea. No obstante, buena parte de la producción novelesca lo hace en entornos en los que el acercamiento a la realidad de la época en que se desarrolla no es especialmente importante. Ya no digamos, cuánta se escapa del utilizar escenarios y contextos históricos reales.

Podríamos irnos a los extremos y tirar de la literatura de fantasía o las distopías, pero incluso fuera de ello mucha narrativa actual no requiere de ambientación en lo real o lo pasado (ya ni hablemos en caso de relato corto). Tratamos en ella una literatura en la que, por tanto, no hay condicionamientos por parte de estos factores, generando una alta libertad de adecuación del entorno a lo que favorece a la historia. Una alta libertad de creación, que hace que le dé ese nombre.

¿Realismo y recuerdo? ¿Fantasía y creación?

A estas alturas, habrá quien crea que categorizo como literatura de recuerdo la realidad y la de creación con la fantástica y de fantasía, pero no: no es que haya rebautizado el realismo y la fantasía o lo fantástico.

¿Se puede escribir literatura realista sin contexto histórico preciso y adecuado a la realidad? Sin duda. Si tiramos ya de hechos que pasan en determinado contexto histórico, haciéndolo pasar por adecuado a lo que pudo pasar, seguramente se pierda calidad y credibilidad si no nos ajustamos, pero (por supuesto) se pueden costar historias realistas en los que el contexto histórico no afecte especialmente, como suele hacer la novela romántica actual o la mayor parte de negra.

¿Se puede escribir literatura fantástica con alto componente de literatura de recuerdo? Sin duda. Tenemos desde la literatura fantástica clásica (gótica, romántica, etcétera) hasta las acronías, que nos fijan un momento pasado conocido a partir del cual se varía lo acontecido. Estas últimas suelen requerir de mucho contexto histórico real para funcionar bien.

En definitiva, que no: la literatura de recuerdo no es la realista, ni la de creación, la de fantasía y ciencia ficción.

¿Mejores y peores?

Volviendo a las opiniones de la gala, venía a decir Ramón que, para él, la ambientación y adecuación a las realidades que le eran cercanas e históricas le suponía un plus. No solo no es algo criticable, sino que no es de extrañar: más allá de la cuestión de gusto, la gente tendemos a verle la gracia a que las narrativas nos hablen de entornos que reconocemos, como nuestras ciudades cercanas o momentos del pasado que nos afectaron. Sin embargo, sí sería problemático considerar que una obra es mejor que otra por el simple hecho de tener un contexto histórico real, y da la sensación de que en el panorama general de la literatura se está dando por sentada esa concepción.

Por momentos, da la sensación de que los círculos literarios considerados como de más alto nivel no pueden ni acercarse a la escritura o lectura de obras que no se muevan en el hábitat de la literatura de recuerdo. Además, parece que se publican y premian obras a partir del trabajo de investigación previo a su escritura y no por el resultado, que es la propia obra. ¿A qué puede deberse esto?

Por un lado, tengo la firme convicción de que el público de más edad y peso en esta balanza tiende a más literatura de recuerdo. Obviamente, no meto en el saco a toda persona que lee, y me alegra ver a abundante gente que ahora alcanza la cincuentena seguir leyendo fantasía y viendo animación, cuando por momentos pareció poco menos que una utopía. Sin embargo, me parece nítido que la mayor parte de público mayor tiende más y más a literaturas de recuerdo, siendo habitual el desprecio a géneros típicos de la de creación como la literatura como la ciencia-ficción o la de fantasía. Con independencia de la edad, que hay jóvenes que pensarán lo mismo, a la gente que detesta por categoría le insisto en una obviedad por si no se ven capaces de llegar a ella por su cuenta: un género no condiciona de por sí lo buena que sea una obra. Pensar lo contrario me arranca la risa de lo ridículo que me resulta.

Por otro lado, creo que en los círculos literarios de la ficción hay una influencia tremenda por parte de perfiles no creadores de ficción con lógica inclinación a lo realista. Destacaría especialmente los periodistas y los titulados en Historia: llama la atención su abundante presencia en jurados de premios y opiniones de referencia con respecto a expertos en literatura o escritores multipremiados. Puedo entender que alguien sin formación ni trayectoria musical pueda opinar de música, valga el paralelismo, pero entiendo que el peso general de la opinión de expertos en un tema no debería tener como una de sus principales piezas a quienes tienen un perfil que no es de ficción, sino de realidad. Un perfil que no es (o debería ser) de opinión, sino de difusión. Un periodista, por definición clásica, cuenta lo que pasa al público; un historiador, lo que ha pasado. Sin embargo, nos encontramos con que dos de los grupos que más marcan la opinión de lo que está bien o lo que está mal en lo literario son precisamente estos. Mucho ataque a fútbol, política y corazón, pero parece que en la literatura se lleva cayendo en lo mismo desde quién sabe cuánto.

Qué bien sienta ser elegido en un premio, el Bellvei Negre, en el que quienes lo determinan son todos escritores premiados. Trabajadores de la ficción, no practicantes de un intrusismo que en su entorno castigan sin contar lo que hacen a este lado del río.

La ficción que abría la mente y los nuevos malos

Los motivos que llevan a una persona a ser más o menos abierta son fáciles de intuir y complicados de determinar.

Leyendo artículos y publicaciones sobre estudios del tema, suelo encontrar elementos que pueden influir. Más allá de los que serían poco menos que ir a lo fácil, como la educación y la genética, podemos encontrar indicios de que la empatía o el haber vivido experiencias muy distintas o con otras culturas serían factores de incidencia demostrable.

En otro orden de cosas (y de estudios, de hecho), a lo largo del tiempo he encontrado diferentes publicaciones en las que se alude a que, a la hora de consumir ficción, el cerebro integra la información consumida como vivencia, en especial si se produce la suspensión de incredulidad.

De ser ambas corrientes de estudio correctas, la conclusión silogística es fácilmente alcanzable: el consumo de ficción tiene influencia en la apertura mental.

¿Fin del post? Bueno, la conclusión es de por sí interesante. Sin embargo, quiero ir más allá ofreciendo algo nuevo que a alguien con mis intereses por la apertura mental y la escritura de ficción le parece muy interesante: ¿el nuevo cambio en los roles de protagonista y antagonista están afectando a que la ficción ya no abra la mente del mismo modo?

La ficción que abría

Supongo que a muy pocos de los lectores de este post sorprenderá que, a lo largo del tiempo, publicaciones científicas o de divulgación hayan encontrado evidencias sobre la relación entre ficción, empatía y apertura mental. Según algunos investigadores del cerebro, la lectura de ficción y la suspensión de incredulidad llevan a parte del cerebro a sentir que está experimentando la historia en sus propias carnes. Esto genera, según lo visto arriba:

  • Una mayor capacidad de apertura mental.
  • Una mayor empatía con el estereotipo de personas cercanas en características a ciertos personajes con los que compartimos historia.

Leía ayer una frase de don Miguel de Unamuno que decía «Cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee». Yo lo traduciría por «Cuanto menos se vive, más daño hace lo que se vive».

Si bien puede parecer exagerado, creo que a nadie escapa que cuanto más cerrado es el entorno de una persona en cuanto a experiencias nuevas y gente diferente más tiende hacia fenómenos clasistas y prejuiciosos como la discriminación por motivos de raza. Del mismo modo, son comunes las demostraciones de que discriminación y la generalización se da mucho más en personas con menor cultura y menor movimiento en diferentes ambientes (por mucho que a todos se nos vengan a la cabeza gente despreciable del espectro contrario).

Esto, ya llevado al mundillo de la ficción, me conduce al enlace con un elemento que antiguamente se trataba de otro modo en los consumos de entretenimiento argumental.

Protagonistas y antagonistas

Los cuentos infantiles y nuestros inicios en la ficción nos llevan a la habitual concepción generalizada de que el personaje protagonista y «el bueno» son sinónimos. Evidentemente, la propia mención de esto ya nos hace saltar la alarma de que no es así siempre: algunas grandes historias han sido protagonizadas por personas que tienen poco de buenas.

A partir de aquí, diferenciemos pues a los buenos de los protagonistas y quedémonos con la dualidad típica del estilo de participantes en la ficción: protagonista, como el personaje central del discurrir de la obra, y antagonista, como personaje con intereses contrapuestos a los del protagonista.

Por poner un ejemplo que sirva de puente, protagonistas serían Caperucita, Batman, Sherlock, Katniss, Oliver Atom, Harry Potter. Y como antagonistas, el lobo, el Joker, Moriarty, Snow, Marc Lenders o Voldemort.

El protagonista malvado

Obviamente, si tiramos de los ejemplos más obvios de protagonismo y antagonismo, nos encontramos con la antes mencionada coincidencia de buenos y malos respectivamente. Sin embargo, durante mucho tiempo las historias han sido llevadas adelante por protagonistas malvados.

El problema para los ejemplos suele estar en que los antagonistas buenos no suelen ser tan recordados por la potencia argumental que el prota malo asume.

Por ejemplo, cuando pensamos en El padrino no es fácil que se nos vengan de primeras los antagonistas. Casos similares serían los de El perfume, El lobo de Wall Street o tantas otras historias en las que la naturaleza malvada del protagonista eclipsa a cualquier tipo de antagonista. ¿Quién conoce el nombre de la familia de los 101 dálmatas? Cruella de Vil acapara el recuerdo y con toda lógica.

Una frase muy común en el mundo de la ficción es la de que una historia vale lo que su malo. Los protagonistas malvados son pura demostración de esta lógica.

Lo que nos dio el protagonista malvado

Enlazando pues lo visto, los protagonistas malvados, los antagonistas que nos narraban o aquellas narraciones que nos daban el punto de vista del malo nos invitaban a la empatía con la gente que pensaba diferente a nosotros. Lo fácil que resulta vernos reflejados en protagonistas hacia que, al menos, nos viésemos conducidos a entender cómo pensaban y que podían tener sus razones para ellos lógicas, aunque no las compartiésemos.

Las verdaderas buenas historias de protagonista malvado o fuera de norma nos surtieron durante mucho tiempo del hacernos pensar en la coherencia de lo que desde la teoría se hace impensable. El padrino nos hizo entender qué puede conducir a personas con valores a volverse un delincuente; Breaking bad, qué motiva y conduce a un padre de familia al mundo de las drogas; Shame, qué puede haber detrás de una adicción silenciada por el asco que supone a la sociedad.

Por supuesto, en ningún caso digo que las conductas dejaran de resultarnos condenables. Lo que sí encontramos fue la posibilidad de aprender a pensar en que hay personas tras los hechos. Lo cual, en la sociedad de la instantaneidad, el estereotipo y las personas que no son personas, sino perfiles, nos venía muy muy bien.

Pero justamente, cuando más falta hacía, lo estamos perdiendo.

El malo actual

Si algo ha aprendido la ficción en los últimos tiempos es a dar características distintivas a los personajes.

Si bien en historias con muchos podemos vernos obligados a tirar de los arquetipos para no embotar la cabeza del espectador, la tendencia actual parece ser meter mucha miga en personajes secundarios o incluso terciarios, como extrañas peculiares adicciones, sexualidades, marcas pasadas. Tendencia que, por otro lado, está contradiciendo otro de los grandes principios de la ficción: no aportar datos superfluos que entorpezcan y no aporten a la historia.

En el caso de los malos en lo comercial, el camino a seguir parece estarse torciendo.

Por un lado, se están lanzando constantes reinterpretaciones de las historias clásicas por el lado del antagonista malvado, las características que se les imprimen reducen lo antes exagerado en el otro lado y lo orientan hacia el perfil del protagonista clásico, mientras a los buenos convertidos en antagonistas se les exageran las virtudes hasta hacerlos odiosos, imprimiéndoles al mismo tiempo defectos antes no presentes.

Por otro, más grave a mi ver, el perfil del malvado de nueva creación se está exagerando de forma extrema. Si bien en casos específicos, como la Villanelle de Killing Eve, el acierto es pleno, en los productos comerciales como la netflíxica You, se perciben claramente que las exageraciones no van en línea con el perfil del personaje, sino que buscan directamente la generación del rechazo del espectador con recursos que encaucen al lector hacia la interacción en redes por encima de la coherencia o el ejercicio de poner sobre la mesa una personalidad perturbada.

Esto hace que nos sea muy complicado ponernos en su piel como lo hacíamos antes, generando daños a la suspensión de incredulidad y a la capacidad que las historias con protagonista malvado tenían para hacernos sentir algo en su mente. De esta gente rechazamos sentirnos parte, solo queremos asquearla, odiarla y comentarlo por ahí. Y eso es precisamente lo buscado.

Lamento la subjetividad del siguiente comentario, pero el nuevo perfil de protagonista malvado con el que nadie se identifica es una demostración de que a los espectadores nos tratan como borregos. Si hace años podíamos distinguir perfectamente lo oscuro del comportamiento de personas como los Corleone o el Patrick Bateman de American Psycho, ahora deberíamos ser de igual modo capaces de identificar en Villanelles, Cerseis o Joe Goldbergs a malos de nuestro tiempo sin tener que usar manual de instrucciones. Que caigan mejor o peor no nos priva de verlo, tal y como antes no lo hacía.

Conclusión: la apertura mental pierde un nuevo amigo

Recordando por utilidad la conclusión ya en el inicio de que la lectura y consumo de ficción aportaba directamente a la apertura mental y la empatía, la principal idea a extraer llegado este punto es que la reducción de consumo literario y la búsqueda de que los nuevos malos despierten unánime odio social en redes ataca directamente a las lógicas esperanzas que el exponencial consumo de ficción en las nuevas generaciones pudiese traducirse en una mayor apertura mental.

No voy a negar que creo que la apertura mental es mayor hoy que hace veinte años: no venimos del paraíso en ese aspecto ni mucho menos, así que no era tan difícil. Sin embargo, sí convendría plantearnos qué se está haciendo con la ficción. Si nos convienen más los planteamientos que hacen que no todos queramos ser del mismo equipo o realmente queremos seguir cayendo en ficciones de un único color que nos obliguen a sentir simpatía por los mismos y odiar a lo que es fácil odiar, cual autoritarismo de pensamiento.

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Como de costumbre, pregunto: ¿qué opinas de lo leído? ¿Te preocupa querer que al malo le salgan bien las cosas? ¿Ves a la ficción como una manera de intoxicar a la sociedad o de vacunarla? ¿Crees que la gente era más abierta antes? Comenta sin miedo, comparte, opina por ahí adelante, pero menciona también para que pueda verlo (@osgonso y esas cosas).

Los prisioneros del mal que creamos

—¡No puedes hacer eso!

—¡¿Por qué no?! 

—¡Porque está mal!

—¿Quién lo dice?

—¡Todos! ¡Todo el mundo dice que está mal!

—Pero en **** se puede hacer, ¡todo el mundo lo hace!

—Ya, pero aquí no, ¡aquí es algo malo!

 

El mal.

Una de los grandes conceptos de la vida humana. Junto con el bien, forma una de las grandes dualidades de nuestra existencia: el blanco y el negro, el frío y el calor, la luz y la oscuridad. Es como si nuestra especie tuviésemos que discernir siempre entre lo que está bien o lo que está mal. Objetivamente. Hubo quien supo aprovecharse de ello.

La utilización de los límites de las realidades humanas (muerte, hechos inexplicables…) y su enlace con lo que interesaba hacer bueno o malo era una magnífica opción para llevar a todo un pueblo detrás. Por ejemplo, durante siglos, los egipcios creyeron a sus faraones hijos del dios Ra vueltos, tras su muerte, dioses inmortales. Practicar el buen karma (hacer el bien) te lleva a una buena reencarnación; ser un buen cristiano, musulmán y otras, al Paraíso. Y en todos los casos, lo que está bien y lo que está mal está perfectamente delimitado para favorecer al correcto devenir de la propia religión y modelo de autoridad. Así era fácil controlar a los creyentes.

La religiosidad en sociedades occidentales se vio sin embargo condenada a una debacle por las lagunas de coherencia en sus argumentos. La practicidad y la ciencia evidenciaron la falta de pruebas de los profetas y la posibilidad de la inexistencia de los dioses humanos, sufriendo los diferentes dogmas un descalabro del que muchos difícilmente se levantarán por mucho tiempo que pase.

Los fanatismos de sociedades enteras parecieron entrar en horas bajas.

 

En otro orden de cosas…

 

Entre los atributos que me caracterizan están el ser una persona con afán de crecimiento y mente abierta, para sorpresa del niño correcto y cerrado de no hace tantos años.

Si bien no me autolesiono metiéndome en escenarios que me hacen daño, en los últimos tiempos me he movido en situaciones en las que poner a prueba los conceptos más aceptados por la sociedad y los diferentes grupos de personas con pensamiento similar para tratar de encontrar dónde acaba la verdad probada en ellos, dónde están los límites de lo que soportan sus oídos y ojos sin dejar de mostrar cosas reales y sin extremismos. Nada de escandalosas situaciones improbables que de vez en cuando ocurren y algunos aprovechan como bandera para atacar a otros, no: solo con palabras y hechos corrientes que saben reales. Lo que he encontrado es fascinante.

Y terrible.

Más allá de la gente ya de por sí cerrada, la práctica totalidad de la sociedad converge en negarse a aceptar situaciones de lo más comunes consideradas como fuera de la norma. Aunque tengan una explicación perfectamente definida, probada y defendible; aunque sean inofensivas a nivel práctico.

Me he encontrado con que, en algún momento, alguien ha “blindado” ciertos temas y los ha hecho intocables. Muchos estarán pensando en situaciones del estilo regímenes autoritarios que destruyen cualquier atisbo de oposición, pero en absoluto me refiero a eso. De lo que hablo es de escenarios que estamos viendo cada día. Que cualquiera puede entender y practicar si se viese en el caso sin hacer daño. Y que todo el mundo niega taxativamente, renegando de la posibilidad de su existencia o práctica, produciendo poco menos que sarpullidos su sola mención.

Porque en ella, ven el mal.

 

Y aquí es donde las dos historias se juntan.

 

En cierto momento, creímos haber huido del mundo en el que nos imponían lo que estaba bien y lo que estaba mal. Del mundo en el que los supuestos elegidos de dioses que nunca habíamos visto nos dictaban cómo dirigir nuestras vidas y actos. Del mundo en el que cada dios hacía la cultura.

De lo que no nos dimos cuenta es que, con independencia de haber otros o no, los dioses que crearon no existieron nunca. No fueron sus dioses los que crearon la cultura: su dios era cultura enmascarada, y a día de hoy, muchos creyeron haber escapado. Creyeron que con llamarse ateos, agnósticos y demás habían huido de los dioses en el que su cultura les había encerrado, que eran libres. La realidad que ahora me golpea es mucho más perversa de lo que tanto dogma falso sugería.

Nunca hemos rezado a un dios del que podemos ser ateos. Lo que hemos hecho durante todo este tiempo es rezar a una cultura de la que no queremos serlo.

 

—¡No puedes hacer eso!

—¡¿Por qué no?! 

—¡Porque está mal!

—¿Quién lo dice?

—¡Todos! ¡Todo el mundo dice que está mal!

—¡Pero si se puede hacer! No hace daño. Ayuda. ¡Todo el mundo lo hace!

—No, no es verdad… ¡es algo malo! ¡Es algo malo!

—¡Tú lo haces!

—¡No! —dijo indignado.

Al tiempo que se recordaba haciéndolo.