Invitación a no ser tontos

Hay cierta estupidez en la autoconservación que siempre me resulta paradójica. Sabemos que el ser humano es un ente social, yo creo que no hay duda, pero también lo sentimos egoísta y capaz de la irracionalidad que atenta a su comportamiento típico para poder escapar de aquello que puede hacer daño a su homeostasis. Tiene cierto sentido, ¿no? Disponer de la capacidad de ser sociales cuando interesa y ser individualistas cuando se requiere. Sin embargo, la falta de inteligencia a la hora de adoptar una y otra postura recientemente me resulta sorpresiva por parte de una sociedad que creemos madura.

Entiendo que la evolución ha sido meteórica. Entiendo que hace nada (y cayendo al típico Maslow) solo nos preocupábamos de necesidades básicas, de seguridad y si tal sociales (casi por la propia seguridad), pasando de golpe a sociedades modernas siempre frustradas por el no poder autorrealizarse. Que pasamos de entornos cerrados y locales a una globalización comercial, mediática y social en cuestión de media vida humana. No me extraña que tengamos carencias, que no hayamos sido capaces de adaptarnos al nuevo modelo como un calzado de nuestra talla. Pero una cosa es esa y otra haber confundido un zapato con un ascensor.

La sociedad del entretenimiento ultrapersonalizado, en el que los estímulos de cada persona en cuanto a arte e información debieran estar poco menos que individualizados, vuelve a comportarse con un borreguismo aterrado impensable desde un punto de vista de evolución de la sociedad.

Quizás sea la falta de producción y el sobreconsumo de estímulos frente a la propia participación. Quizás. Quizás hace unos años, al inicio de las redes sociales, la producción era masiva y ahora lo masivo es solo el recibir lo externo, sin pensarlo, sin comentarlo, sin lanzar contenido propio, sin ceder al pensar un mínimo y dar una pequeñas dosis de pensamiento personal a las redes. Quizás eso nos ha conducido al retroceso, a una nueva caja tonta con forma de smartphone. Pero, pese a ello, me resulta inconcebible como unos estímulos tan distintos y personalizados llevan de nuevo a la sociedad a unas corrientes tan masivas de comportamiento borreguil.

No comprendo cómo aún hoy se nos dice qué pensar, casi sin disimulo, y asentimos masivamente. No comprendo cómo se nos cuenta una historia de miedo y nos construimos un escenario de pánico que vuelve el cuento la realidad, y la realidad más dura. No comprendo por qué nos metemos en esos pozos, por qué nos dejamos ir a ellos hasta que ya no podemos trepar fuera, por qué no decimos «Eh: que esto que me venden no me interesa» y mezclamos egoísmo con colectivo para aprovechar lo mejor de ambas partes. Es fácil hacerlo, que no nos engañen (ni nos engañemos): es fácil porque nos interesa a todo el mundo. ¿Por qué no vamos a dejar de contribuir a estropearnos la vida y luego buscar soluciones que ya no son factibles?

Y esto se lo pregunto a cualquiera. Le hablo a los que lo pasan mal, a quienes no pueden cambiarlo y lo puedan entender como un lamento, sí, pero también se lo digo a quienes sí mueven, a quienes tienen en su mano no sumarse a una ola de pánico que nos sepulte a nosotros y a ellos mismos. ¿Por qué os autodestruís? ¿Por qué no queréis vivir lo bien que vivíais, sin romperos la cabeza, la imagen y la vida?

Nadie está mejor con el daño: es absurdo creer que sí. La verdadera gente mala es gente estúpida: la inteligente que consideramos mala es solo masoquista. Y no: no hace falta el dolor para estar bien. Creo que hemos crecido lo suficiente como para darnos cuenta de que eso suena redondo, pero como tantas verdades asumidas que se aplastan fácilmente con otras más sencillas: sin dolor se está mejor que con dolor. ¿O no?

Pensemos un poquito: podemos estar bien. Seamos egoístas: metámonos en nuestros asuntos, estemos con los que nos caen bien, disfrutemos de lo que tenemos. Seamos sociales: llevémonos con la gente, descubramos a quien nos haga vivir experiencias nuevas, queramos aprender de los demás para estar a gusto con nuestro entornos. Fastidiar al resto amarga. Tirar de la manta destapando al de al lado va a hacer que nos dé patadas que duelen más. Comparte la manta, imbécil.

Pensemos un poquito, solo un poquito: podemos estar bien.

Elitontismo

Mientras pensaba en cómo hacer el post, descubrí que aquello a lo que me disponía a criticar no tenía un término demasiado claro.

«Minoría selecta o rectora», dice la RAE de la élite. Sí, está bien. Y, por ello, ni qué decir tiene que élites hay en todos los aspectos de la vida: ni mucho menos todas excluyen a todos, ni mucho menos puedes escapar de ellas. Claro que existen las élites intelectuales, artísticas y de la sociedad, pero también existe la élite de la telebasura o la élite del marujeo de barrio, igualmente selectas y rectoras. Por existir, hasta yo podría considerar a mis amigos cercanos una élite: son un grupo selecto de personas con algo difícil de encontrar. Quizás sea que no sean elitistas.

Sí, diría que la crítica de este post podría ser precisamente a eso: no a la existencia de élites, sino a los elitismos tontos que a veces algunos se marcan.

Elitontismo: principios y comportamientos

De nuevo según la Real Academia Española, el elitismo sería la «Actitud proclive a los gustos y preferencias que se apartan de los del común». Ahora sí que no entiendo nada: si eso es el elitismo (yo le llamo divergencia), entonces es imperativo que —por su abundancia en nuestra sociedad— acuñemos un nuevo término para engoblar lo que yo veo. Pongamos… elitontismo.

Definiremos elitontismo como los comportamientos traducibles a la mirada por encima del hombro típica de los elitistas de m***** que se creen mejor que los demás por su pertenencia a tal élite.

El elitontismo suele acarrear comportamientos tales como:

Monologuismo. No confundir con el mongolismo. El elitonto tiende a hablar sin parar sobre sí mismo y sus intereses, en un constante speech sobre sus fantásticos atributos, prácticas y vida elitonta.

Falta de empatía y condescendencia. El elitista no empatiza: cómo va a hacerlo, si no escucha. Cuando lo hace, porque necesita recuperar saliva, recurre a la escucha activa-condescendiente: aquella en la que asiente con lástima, con independencia de lo bien que tú creas que te va.

Ambición apisonadora de crecer en su propio grupo. En las élites también hay élites, de ahí que en sus interacciones tiendan a una constante búsqueda de puntos débiles en los de menor nivel en la escala social para dejarlos quedar mal y con ello, pisar cabezas para subir puestos.

Rango de miradas de superioridad. Para poder pertenecer al elitontismo, hay que dominar al menos tres tipos de miradas básicas: la de «te estoy haciendo un favor solo con hablarte», la de «qué pena me da esta pobre gente inferior» y la de «qué bien sé fingir que valoro tu presencia». Hay a quien con dos le llega, pero bueno: esos son la élite de los elitontos.

La élite de verdad

Creo que todos nos hemos encontrado a lo largo de la vida con el mismo comentario, no sé si os sonará. Hay a quien se lo dijo un abuelo cuando tenía 10 años en el parque. Hay quien lo escuchó tres platos más allá en el bautizo de una prima segunda. Cuentan que unos pocos llegaron a vivirlo en sus propias carnes. En mi caso particular, uno de los dos o tres que recuerdo decía algo de este estilo:

«Tenía dinero como para no volver a trabajar en su vida, sin embargo, nunca le verías presumir de nada. Si tenía que remangarse, sin problema. Y no había un solo día en que no te dijese, como mínimo, “Buenos días”, aunque estuvieses perdido de viruta. Esa persona sí que era un rico de verdad

Yo más bien diría «esa persona sí que era de la élite de verdad».

¿Y lo es por el dinero? No.

¿Lo es por la educación? No, aunque podría.

¿Lo es por la humildad que se le supone, pese a que se gastase lo que le diese la gana? Tampoco, diría yo.

Esta persona (o cualquier otra de muy distinto ámbito) es para mí élite de verdad porque demuestra una unicidad, una excelencia, una (si lo quiere la RAE) «actitud proclive a los gustos y preferencias que se apartan de los del común», que poco o nada tiene que ver con el elitontismo que a día de hoy tiene de especial y diferente lo que un garbanzo en un cocido madrileño.

Consejos de alguien sin clase

Yo no tengo clase, ni más élite que esa actitud proclive a los gustos y preferencias que se apartan de los del común, pero si me permitís trasmitir el seguro escozor que alguno querrá ver en las siguientes líneas, dejadme lanzar un par o dos de consejos al aire, aun sabiendo que ninguno abrirá cabezas duras como cáscara de cigala:

– Aquellos que os creéis mejores que otros por tener más, sabed que lo importante es sentir más.

– Aquellos que os creéis mejores que otros por el dinero (seguramente de mamá y papá), sabed que el dinero da la oportunidad, pero la oportunidad —igual que ellos— no dura siempre.

– Aquellos que os creéis mejores que otros por haber visto más, por haber leído, por haber consumido más, sabed que lo importante no es lo visto, leído o consumido, sino lo cambiado y crecido a partir de ello.

– Aquellos que os creéis mejores que otros por conseguir más corazones, sabed que los de verdad laten fuera de la pantalla.

Para los demás, mi consejo es que no aceptéis menosprecios que no sea alas para volar más alto. Que no os quedéis con alas si lo que queréis son aletas. Que nadéis contracorriente si río arriba está vuestra sonrisa. Que recordéis que las de ellos en las pantallas ocultan imperfecciones que les tuercen el rostro ante sus grandes espejos. Que el espejo en el que debéis miraros debe admiraros, y no haceros temblar de envidia. Que la envidia no es lo mismo que la ambición, y que la ambición no implica pisar a otros, sino pisar fuerte, con voz propia, donde otros callan que se resbalan. Y, por último, que a veces es mejor callar. Pero no para que os amordacen, sino para escuchar a quienes escuchan.

Hablando, solo se refuerza lo que ya eres. Escuchando, se crece.

Porque si en mundo de ciegos el tuerto es el rey, en mundo sin oídos, quien escucha es la élite.

Por qué no hay que pedirse perdón por perdonar

Es increíble cómo la teoría popular, la hipocresía social y otros factores de pensamiento colectivo han hecho que algunas ideas sean consideradas una locura cuya posibilidad de éxito ni siquiera se deba plantear por el seguro fracaso que, parece ser, siempre supone su aplicación. La variedad es tremenda: desde volver con un ex a pensar que tu jefe es un buen tío, pasando por confiar en desconocidos agradables o tirar por una vocación que no tiene salida laboral, el descalabro que supone cometer cualquiera de estas acciones prohibidas por el pensamiento social es traducible a merecer una somanta de “te lo dije” (o incluso palos), siendo conceptos como el dar una oportunidad, seguir tus sueños o incluso buscar ser feliz motivos totalmente insuficientes para el supuesto riesgo que implica cometer alguno de estos aparentes atentados contra la cordura.

Hoy vamos a analizar uno de los supuestos errores más grandes y, a la vez, una de las acciones más naturales y liberadoras para una persona, el cual es tan lapidado por la sociedad como alabado por los evidentes beneficios que supone. Solo hace falta leer el título para saber que nos referimos al perdón.

Mil perdones

El perdón es un elemento universal en las diferentes culturas. Básicamente y como todos sabemos, se basa en renunciar a los efectos de una falta en cuanto al “derecho” de venganza, rencor o castigo que se podría ejercer justificadamente con mayor o menor comprensión por parte de quien comprende la situación.

Si bien en otras épocas la venganza y el castigo se llevaban bastante, la principal consecuencia de una falta contra una persona a día de hoy suele ser el rencor de la persona afectada por ella, manteniéndose la relación. De hecho, aunque se ejerza un castigo o una venganza, el rencor sigue ahí habitualmente. Si lo pensamos un poco, los motivos parecen ser instintivos: ponerse el escudo en base a evitar la posible repetición del daño. A nivel sociedad humana, sin embargo, es más complicado, ya que el mantenimiento de relaciones en las que el rencor permanece suele generar múltiples problemas en estas que en el reino animal habitual suelen ser más difíciles de ver.

El perdón surge aquí como uno de los escasos mecanismos para la restitución del momento previo, si es que no es el único. De hecho, el perdón se traduce habitualmente como el dejar de tener rencor. Pero, en cualquier caso, vamos por partes con algunas situaciones de perdón típicas.

Perdón, te perdono, lo siento, no

La sucesión típica de hechos de falta y perdón suele ser la siguiente:

  1. Alguien comete la falta que afecta a otra persona.
  2. Periodo de tiempo entre el momento de daño y el momento en que quien la ha cometido se da cuenta de ello. Durante él, en la mente del dañado aparece la necesidad de queja, que se traduce en rencor de alargarse en el tiempo.
  3. La persona que ha cometido la falta descubre que lo ha hecho. Aquí, su mente decidirá si le genera sentimientos como la culpa o no. Este momento puede no llegar nunca, dejando en la fase previa al dañado. En caso de venganza o castigo —que pueden llegar en esta fase o las siguientes según si descubre el error mediante ellos (por ejemplo, multa de tráfico) o no—, le será más fácil percibirlo que con el rencor de la otra persona, aunque también es más posible que se escude en que es una víctima por considerar el castigo excesivo.
  4. La persona que ha cometido la falta decide disculparse o no. Se supone que, de haber recibido castigo o venganza, no habría necesidad, pero la realidad es que, tal y como en la anterior fase la venganza o el castigo suelen ser considerados comportamientos excesivos a día de hoy, también está extendida cierta creencia de que el pedir perdón no cuesta nada y es imprescindible para que se conceda.
  5. La persona dañada en un principio decide conceder el perdón o no. Teóricamente, ese perdón debería suponer la ausencia de posterior rencor, pero como ya hemos tratado, parece no ser tan habitual como debería.

Este último punto seguramente sea la clave del post y de la propia pregunta que le sirve como título.

La disculpa efectiva

Obviamente, la situación más habitual de disculpa y perdón obedece a temas nimios y tiene una gran abundancia en el día a día de las personas: alguien comete un pequeño fallo inconsciente que causa molestia a otra persona, se da cuenta, pide disculpas por ello, el dañado acepta las disculpas por saber que no tiene mayor importancia y voluntad y la relación se mantiene tal cual.

Cuando el error es más grande por hacer daño a la víctima de él (en lo físico o, más habitualmente, en lo mental), la cosa puede ser más complicada, porque para que el perdón sea sincero, la persona dañada tiene que sentir que la otra tiene bien claro cómo se siente y qué tiene de importante el error, así como darle esa importancia como infractor.

Esto no es habitualmente tan fácil, principalmente, porque el sistema no funciona con la facilidad práctica de un “ojo por ojo”, ni mucho menos: al tratarse de un tema subjetivo, la diferencia de valores entre las dos personas hace necesaria una gran empatía o comunicación para comprender qué significaría el fallo para él, y como todos sabemos esto no es muy frecuente.

Por ejemplo, pensemos en la rotura de un objeto con valor sentimental pero no general, pongamos un jarrón. Quien lo ha roto sentirá en un primer lugar el error como el haber roto un jarrón, mientras que la víctima sentirá en ese primer momento que se ha roto algo importante para ella. La persona que lo ha roto, para un disculpa sincera, no debe hacerla nacer por el haber roto un jarrón, sino por el haber roto algo importante para la otra.

En ciertas ocasiones, traducir el error a lo que la otra persona siente es muy complicado de interiorizar. En especial, lo es en casos o personas en los cuales no hay empatía, en que cuesta entender el error como importante, en que la otra persona no le importa, en que no se tiene información de lo relevante que es para la otra el hecho.

Un caso curioso, muy útil para entender que lo importante es lo que supone para el otro, es precisamente la situación opuesta: cuando alguien comete un error que, de sufrirlo él, le dolería bastante, pero que para la otra persona no es importante. Cuando nos pasa eso, nos esforzamos un montón por compensar a la otra persona; sin embargo, esta no para de insistirnos en que no fue nada y no le hacemos caso.

En resumen: lo importante para que un error no deje rencor es que la disculpa se base en la empatía y en el entender qué ha molestado a la otra persona, no en qué nos molesta a nosotros del error que hemos cometido. De sentirlo así, es mucho más fácil no solo el que el perdón sea honesto, sino que desaparezca el germen del rencor, el verdadero problema y que analizaremos en el apartado final.

Por qué no hay que pedirse perdón por perdonar

Por mucho que seamos maestros de cómo sentir nuestros errores y disculparnos por ellos, lo más habitual es que la gente no se sepa disculpar por lo tratado arriba: por falta de empatía con lo mal que nos sentimos.

¿Qué supone que esto ocurra? Rencor. Si alguien nos hace daño y, al disculparse, no entiende bien la importancia de su acto, nuestra cabecita nos va a dejar con la mosca tras la oreja aceptemos las disculpas o no. Ya no es cuestión de que sea un perdón honesto y completo, perfectamente puedes querer perdonarle: el problema está en que tu mente sabe que esa persona no ha entendido el fallo y le ha dado la importancia que para ti supone. Esto hace entender a nuestra mente que podría volver a cometerlo en cualquier momento, ya que —de ser la disculpa sincera, pero sobre algo equivocado—, intentará cambiar o evitar algo que no es lo que nos ha hecho daño en realidad. Nuestro cerebro no será tonto e imaginará que, de verse en una situación similar, nuestra persona querida volverá a caer en el error y nos provocará de nuevo el daño, guardando ese escudo, ese rencor hacia ella, como protección por si acaso, por mucho que intentemos convencerlo de que el otro se ha disculpado lo suficiente.

Entonces, ¿qué podemos hacer? ¿No perdonar a quien no es capaz de ponerse en nuestro lugar? No diría tanto: nos quedaríamos solo con personas muy empáticas o que nunca cometen errores, con lo que dada su poca abundancia y que tampoco es que eso lo sea todo en el mundo, quizás sea mejor abrir un poco la mano.

Diría que una clave es la comunicación de por qué nos duele tanto. Si bien nuestras personas más queridas deberían saber lo que nos importa, no está de más intentar hacerles entender el daño como es debido.

La otra quizás sea entender que el rencor no tiene efectos tan positivos como se le presumen a nivel instintivo.

El rencor nació para ser un mecanismo de defensa ante cosas mucho más simples que las que las personas sufrimos a día de hoy: saber que tal animal te puede robar la comida o que ese otro ha matado al abuelo y puede hacer lo mismo con nosotros. Con cosas como jarrones que se rompen funciona igual, pero como es obvio, la persona que ha roto el jarrón no debería romper jarrones a menudo, siendo la complejidad de los actos de daño algo que, si bien pueden ser categorizados, quizás sean demasiado específicos como para el daño que produce el rencor.

Y es que, el gran problema que produce el guardar rencor es a quién afecta de verdad. La sociedad nos dice que ante un daño personal de cierta importancia no debemos perdonar: castigo y rencor. Sin embargo, el perdón tiene dos personas: el que debe ser perdonado y el que perdona.

Si tú no perdonas, el daño es casi siempre para ambos: para esa persona, que se ve privada de ti, y para ti, que te ves privado del resto de cosas que da y encima guardas rencor. Pero lo peor es que esa persona no tiene por qué cambiar, ya que aquella con la que ha sufrido por su error ya no está y no tiene por qué tener el miedo a una segunda vez.

Si alguien rompe jarrones metafóricos a menudo, obviamente, no hay por qué perdonarle y seguir como si nada. Pero lo inteligente no es guardar rencor, sino apartar de tu vida a esa persona. En cualquier caso y aunque lo parezca, apartar a una persona no va en la línea del perdón y el rencor: alguien puede no guardar rencor pero elegir no continuar con la relación que le une a otro, al igual que alguien puede no perdonar y guardar rencor a alguien con quien comparte entorno.

Así pues… ¿alguien se equivoca no guardando rencor? Tal vez nunca. Se equivocará manteniendo relación con gente que no merece, se equivocará no sabiendo hacer entender a una persona el motivo del daño, se equivocará pensando que esa persona no es así y no volvería a hacer. Pero al intentar no tener rencor puede que nadie se equivoque, ya que no guardar rencor libera a uno mismo de un error que no ha cometido.

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Todos tenemos nuestro pequeño departamento de rencor en la mente. Sin embargo, ¿nunca te ha pasado que ha alguien a quien te dicen que deberías tenérselo ya no se lo tienes? ¿Que has encontrado «la paz»? No te digo que nos cuentes tu experiencia, pero no dudes en comentar qué opinas del post, así como en darle Me gusta y compartirlo con esa gente a la que buena falta le hace.