Como sabéis, no suelo publicar mis relatos más allá de los publicados o premiados, por temas de inedición. Con Al otro lado de mares muy nuestros sí lo voy a hacer, ya que creo que no hay más concurso en el que pueda participar que aquel por el que me lancé a contar esta historia, ni año en el que tenga más sentido que este en el que ocurrieron los hechos narrados, así como la reforma de la Plaza América.
Ayer se producía el fallo del VI certamen Vigo Histórico de mi ciudad actual, con la consecuente derrota para este breve texto, tan diferente a lo que en mí suele ser frecuente. Esta es también razón para la publicación aquí, ya que Al otro lado de mares muy nuestros es tanto un canto a mi primera vida lejos de casa como uno de los pocos relatos autobiográficos que he escrito como tal.
Sin más dilación, espero que os guste. No dudéis en dejarme vuestras impresiones y críticas en comentarios o en mis redes sociales (@osgonso).
Al otro lado de mares muy nuestros
Siempre he encontrado en la Puerta del Atlántico una buena metáfora de mi estancia en Vigo.
He leído en alguna parte que es un homenaje a aquellos que dejaron su hogar atrás en la búsqueda de nuevas oportunidades. Y por ellas la encontré en mi primera vez.
Tras la ventana de un nuevo trabajo. En una nueva ciudad. En los límites de mi mundo azul y blanco, más allá de todo cuanto hasta entonces había querido.
Siempre me llamó la atención el que mi compañía en el viaje —con sus distintos rostros, sonrisas, peinados y sueños— encontrase en ella un cúmulo de ruedas, motores y sirenas de las que no son bellas, ni mitad peces, ni mitad mujeres. También el viejo comentario de que en Vigo llaman plazas a las rotondas. Mi sorpresa no llegaba de la ausencia de sentido de tales pensamientos: mi extrañeza vivía en el que no pudiesen ver que, en cierto modo, las plazas así nunca se vaciaban de almas que les diesen nombre o miradas que las volviesen monumentos.
En mi tiempo aquí, me he hecho muy de los Caballos, y mucho de los Redeiros; de Verne en el Náutico, de la Farola para quedar con la gente. Sigo impresionándome con la Miñoca: nunca me la hubiese imaginado tan grande. Incluso adoro el Sireno, aun no siendo precisamente una Venus. Quizás sea por los bocadillos de pan negro escaleras abajo. Esos, para mí, también merecen una estatua.
Los meses pasaron por mi lado, y en ellos descubrí belleza donde me habían dicho que había mueca. No es que no crea en las ciudades feas: es solo que me asombra tal acusación de una en la que viven los atardeceres desde Alfonso XII o el Castro. Di con sensaciones que solo el olor a mar conoce. Crecí de la mano de personas que no diré que aprendí a amar, ya que siempre me han hecho saber que, a cada paso, he llevado sus líneas de sentimiento dentro.
Y fui feliz.
Hay quien dice que el trabajo solo roba, pero yo solo puedo agradecer los sentimientos que a mí me sacó de dentro. En él, me sentí realizado y mío. Creyente en que al otro lado de la Puerta había algo más que deseos de vuelta al otro lado del mar simbólico.
Quizás por eso el paro me golpeó tan fuerte como los martillos mecánicos a ella.
Ya sin ventanas desde las que mirarnos, Plaza América y yo nos cruzábamos de camino a la compra pensando en si lo que estaba por venir sería mejor. Con el paso de los meses sufrimos los embistes, el derrumbarnos por partes, vedados de los lugares donde antes nos erigimos. Pero, como siempre, tanto ella como yo hemos sabido cambiar con los años, crecer con ellos y volver a brillar.
Cuando me entrevistaron de nuevo justo enfrente de ella, aunque en la otra cara, pensé en que esto ya estaba. En que mi juego con ella seguía siendo un idilio e incluso este podía pasar a ser historia de mi vida. La ilusión de volver a verla más allá de un cristal, de la ventana de la razón que me había hecho llegar al otro lado de este estrecho de desempleo, me dio fe ciega en la consecución de la nueva ilusión laboral y el triunfo de un nuevo relato que construir en cuanto a hacer lo que me gusta.
Quizás por ello, el golpe fue tan grande al recibir ese correo de descarte.
Así como la sensación de que, a veces, hay amores que no pueden ser, pero se quedan con nosotros.
El otro día fui a despedirme de ella. Tras tantos meses de daños, estruendo y vallas rojas y blancas, está preciosa. Dicen que como alguien deseó que estuviese al darle nacimiento. La crucé como nunca había podido. Toqué su nueva agua. Disfruté con sus gotas saltantes y me senté en un lateral, notando el sol del nuevo horizonte hecho arcoíris atravesando su ahora húmedo dintel hacia nuevos lugares. Contemplando al bloque. Contemplando al arado. Siendo, como nunca, plaza.
Hoy, alma gemela, me voy de ti. De nuestras miradas, de nuestras historias cruzadas, de nuestros cambios para ser algo mejor. Ya ahora siento la morriña, aun cuando tú también me has enseñado que siempre he llevado tus líneas de sentimiento dentro. Tal vez vuelva, tal vez no, pero ya se sabe.
Cuando una puerta se cierra, una ventana se abre.
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