Tocino y velocidad: separando arte de artista (1)

Me considero escritor. Llevo escribiendo relato corto durante años, a estas alturas son más de cien; tengo hasta tres novelas cortas deformes y sin revisar de cuando me creía que escribía bien y se podía hacer ficción larga sin dedicación seria; me han dado la enhorabuena demasiadas veces para lo que mis éxitos en concursos literarios consideran, supongo que apunto demasiado alto para mi edad.

Pero, pese a sentirme orgulloso de mí y mi personalidad, así como de aquello en lo que me he convertido —lo anterior más todo aquello que me rodea, amo u odio, he amado u odiado—, si algo tengo claro es que mis relatos publicados (mis amados escritos por los que tanto cariño siento) son totalmente independientes de mí: almas libres a las que di vida y se han independizado para crear su propio mundo ajeno, paralelo y coexistente al mío, pero autónomo.

Sin embargo, son muchos quienes creen que mis realidades son solo atributos de mi persona y que, por lo tanto, si yo mato a alguien, me convierto en Premio Nobel de la Paz o muero en un combate por las libertades de mi sociedad el relato cambia.

He aquí una defensa no solo a la separación entre artista y arte, entre la persona y el mundo, entre madre e hijo. He aquí una defensa a la libertad de las inmortales obras artísticas por encima de los autores humanos, terrenales, corrompibles y mortales.

Supuesta moralidad con alma de hipocresía

el pianista

El Woody Allen maltratador, el pintor Hitler o el Michael Jackson pederasta son auténticos iconos de este tema, muy apreciado en los círculos de debate por su universalidad. A mí, sin embargo, me encanta poner como ejemplo El Pianista, por el hecho de sus más que evidentes características de denuncia a una situación a evitar.

Para quien no la conozca, se basa en las memorias del músico polaco de origen judío Władysław Szpilman en la época de la invasión nazi, reflejando mucho más que lo típico de las cintas sobre sufrimiento semita y dándonos imágenes y escenas tan inolvidables como la de su popularísima portada: la de la destrucción de barrios enteros, escenarios de mil vidas, por la guerra.

Estamos ante una obra inolvidable para el cine, así como una muestra fantástica del horror y la vergüenza de lo bélico. Una pancarta enorme contra la violencia injusta de algo que debiéramos haber sabido erradicar hace mucho.

Sin embargo, siempre aparecerá quien diga que defender esta obra es un pecado, teniendo en cuenta que su director es un Roman Polański condenado por violar a una niña de 13 años.

¿Por qué antes de conocer este dato, para estas personas, la película era una maravilla y de pronto es una basura a quemar y extinguir? ¿Ha variado su contenido final, su capacidad de denuncia y sobrecogimiento o los pelos de punta motivados por sus imágenes?

No pienso ni volver retórica la pregunta: la respuesta es no, no, y atacar a una pieza capaz de afligir así a las personas y condenar la guerra de un modo que pueda fomentar el que no se repita es poco menos que un acto de traición a principios. Serían capaces de atacar lo que defienden por el mero hecho de no dar valor al trabajo de alguien “malo”.

Arremeter contra Polański, más allá de que el hecho haya sido en los 70 o de que la Justicia le haya hecho pagar por ello, es entendible; atacar a una obra que defiende algo que tú defiendes porque quien la hizo sea un monstruo no es moralidad.

Es hipocresía.

¿Dónde está el fallo?

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En el creer que hay una identificación plena entre la obra y el autor, en que son lo mismo. Lo cual, valga el paralelismo, es como creer que los actos de los padres son equivalentes a los de los hijos.

Sí, es cierto que en las proles suelen abundar características de sus padres, pero creo que a nadie escapa que a veces los actos de los hijos poco tienen que ver con los de los progenitores. Tal y como en la vida abundan los ejemplos de excelentes personas criadas por abusadores, maltratadores o monstruos y viceversa, lo mismo ocurre con los libros, que no son más que eso: universos nacidos de un alguien que los cría y que, una vez solos, son independientes de él.

Hay que darse cuenta de que, en muchos casos, el autor y el relato poco tienen que ver, por mucho que las editoriales y revistas de prensa se empeñen en establecer uniones para volver más interesante la figura del escritor, en aras de dar una mayor atención a entrevistas y similares. Yo mismo he escrito sobre allanamientos de morada, mafia, reencarnación, poliamor y demás y sin haber nunca practicado, ni intervenido, tenido fe, ni nada por el estilo en ninguna de estas facetas. No se tiene por qué ver a una perturbada detrás de obras con contenido sádico, ni a un romántico empedernido tras libros de este género.

Al identificarlos plenamente estamos generalizando las acciones del autor, en lugar de atacarlo solo en el caso de la coincidencia de las malas acciones y las obras.

Tal y como —en el caso de un niño que ha hecho los deberes, ayudado en casa y pegado a otro— las buenas acciones quedan sofocadas por la mala y es castigado, la buena acción que es un buen libro puede ser ahogada por una mala que nada tiene que ver con ella, en el clásico estandarte humano de condenar lo malo por encima de alabar lo bueno, aunque suponga hacer pagar a justos por pecadores. Y así —como cuando madres hacen que sus hijos, amigos, se dejen de llevar por haberse discutido entre ellas— hay obras son odiadas por actos de sus padres y condenadas sin culpa.

¿Digo con esto que ninguna obra es tan culpable como su creador? ¿Acaso estamos atacándolas cuando siempre son inocentes?

No: a veces, hay obras culpables. E hijos y padres culpables.

De tal palo tal astilla: el caso Graham Ovenden

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Pensaba poner foto de su «obra», pero no lo veo bien

Tal y como existen padres e hijos mafiosos, madres e hijos maltratadores, familias de asesinos, existen las obras denunciables y dignas de pena de muerte. Como en el caso de buena parte de las de este pintor sueco, ejemplo óptimo para determinar cuándo hay que condenar una por los actos del autor.

La obra de Graham Ovenden, pintor británico, tiene como principal motivo artístico las niñas, en las que busca, según él, explorar “la gracia divina”. Recientemente, y tras numerosas obras de desnudos infantiles, el dibujante ha sido condenado por aprovecharse de la situaciones de posado para actos pedófilos. Inmediatamente, gran parte de las obras —aunque en buena parte con motivos abstractos— han sido retiradas de la mayor parte de exposiciones y webs de los museos titulares de ellas, generando cierta controversia, al ser considerada una mutilación al arte por parte de algunos especialistas a los que yo, personalmente, les metería una bofetada.

Y es que aquí, sin ningún tipo de duda, hallamos el verdadero motivo por el que se ataca a obras buenas por pertenecer a malas personas: la coincidencia entre delito y obra.

Este hombre usó sus pinturas para cometer un delito de las que sus cuadros son huella. En el momento en que una obra surge de un universal delito contra la ética y los derechos humanos deja de tener derecho a aspirar a ser arte para ser carne de hoguera y cárcel.

He ahí donde no debemos tener duda en juzgar a la obra por lo que es el artista. Que un condenado por violación haga una película antibelicista y la ataquemos es ridículo; que ese alguien usase una película para practicar una violación es lo condenable, rechazable y el blanco de escupitajo metafórico a la cara.

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En unos días, la segunda parte, en la que entre otras cosas hablaremos de si leyendo el libro de una mala persona la estamos apoyando, pero de momento… ¿tú qué opinas? ¿Debemos dejar de leer buenos libros por haber sido escritos por grandes cabrones? ¿Las pelis dejan de ser buenas una vez su actor protagonista mata a alguien? Opina, comenta, twittea, facebookea, participa.

Un comentario en “Tocino y velocidad: separando arte de artista (1)

  1. Buen artículo, en lo personal quizá por mi falta de cultura toda esta teoría que mencionas la había planteado de la misma forma para un arte en específico: La música. Y es que, al menos en mi país, pocas personas se toman la molestia de investigar acerca de la vida del autor que acaban de leer, o sobre el autor de las pinturas que les gustan (Maldición, como si a alguien por aquí le interesara la pintura, nunca he entablado una conversación acerca de pinturas con nadie, eso es un gran vacío en mi vida). Volviendo al rollo, muchas veces he escuchado a alguien decir:

    —Oye, que buena canción, ¿De quién es? —De Justin Bieber

    Y jamás en la vida sonó en los auriculares de la persona que preguntó. Deshonra para él o ella por gustarle. También he escuchado a gente decir que no le gusta la música de Nirvana porque Kurt Kobain se suicidó, o la de Adam Smith porque es gay. Aunque hay algo de lo que si difiero contigo, el arte siempre será un reflejo de su creador, la cuestión es, que el autor es un ser cambiante, y su obra se mantendrá intacta pase el tiempo que pase. Bien puede alguien crear su más grande obra de arte en un momento de su vida donde era un pan de dios, y a los diez años asesinar a su familia entera. En la obra quedará impregnado lo que era en ese momento, y es por ese «yo» por el que debe ser juzgada. No por el que terminó siendo. El arte y el artista son como padre e hijo, con la diferencia de que el hijo, una vez mostrado al mundo, deja de crecer. Es solo mi opinión, aunque a veces tiendo a escribirlo en forma de hechos.

    Quedo a la expectativa de la segunda parte.

    ¡Saludos!

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